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Brasil: normalización democrática, pero poco entusiasmo

Según los sondeos, la mayoría de los brasileños creen que el cambio presidencial marca el principio de una nueva fase para el país. English Português

Marco Aurélio Nogueira
26 julio 2016
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Manifestante con una pancarta donde puede leerse “Fuera Temer” durante una protesta en defensa de Dilma Rousseff en Sao Paulo, Brasil. 10 de junio de 2016. AP Photo / Andre Penner. Todos los derechos reservados.

Después de haber tenido su momento álgido durante los días que antecedieron a la decisión del Senado Federal brasileño de apartar provisionalmente de su cargo a Dilma Rousseff, el día 12 de mayo de 2016, el movimiento “contra el golpe”, que presentaba a la presidente como víctima, perdió fuelle. Hoy, se mantiene por conveniencia. Se intentó reforzarlo mediante los eslóganes “Fuera, Temer” y “No reconozco el gobierno golpista” con el objetivo de zaherir y deslegitimizar el gobierno interino que se ha hecho con el poder mientras el Senado Federal analiza y juzga el proceso de impeachment de Dilma, pero no se ha logrado animar el debate público o la vida política. El movimiento no se ha apoyado en análisis realistas y ha banalizado la idea del “golpe”, vaciándolo de sentido. Sus eslóganes han acabado teniendo como único cometido ser la música de fondo para algunos actos de protesta y determinadas asambleas reivindicativas.

Gradualmente, la opinión pública brasileña, los políticos del país e inclusive los partidos que sostuvieron el gobierno de Dilma Rousseff – empezando por el PT – han ido inclinándose ante las circunstancias y la realidad política, que están marcando otro rumbo y dando otra perspectiva a la gobernabilidad democrática y a la institucionalidad política del país.

Después de un inicio claudicante, en el que demostró poca habilidad al formar un gabinete ministerial frágil e inexpresivo, repleto de sospechosos de corrupción y de acusados de obstruir la justicia, el gobierno del presidente interino Michel Temer ha logrado alcanzar un mínimo de estabilidad, especialmente en sus relaciones con el mundo político y partidario. La mejoría de su posición se consolidó el 17 de Julio, con la elección del nuevo presidente de la Cámara de los Diputados. Elegido por una mayoría suficiente, el diputado de centro-derecha Rodrigo Maia, de Demócratas-Río de Janeiro (DEM-RJ), no sólo sustituyó al apartado Eduardo Cunha (envuelto en numerosos procesos de corrupción), sino que sometió a los parlamentarios “fisiológicos” (que integran un bloque independiente junto con tránsfugas de los grandes partidos) a una nueva dinámica parlamentaria, en la que sobresalen los partidos que se oponían al gobierno de Dilma (PSDB, DEM, PPS, PSB), juntamente con el PMDB, el partido de Temer. La victoria de Maia, cabe decirlo, nació de una articulación que hace mucho tiempo que no se veía en el Congreso brasileño, abriendo las puertas a una política más programática y a la recuperación de la imagen de los diputados.

La elección en la Cámara también puso de manifiesto las dificultades operacionales y los errores de conducción política del PT y de los demás partidos de izquierda, que no sólo fueron derrotados, sino que adoptaron una posición subalterna, sin opinión y sin un proyecto político que sirva de guía.

En resumen, el gobierno interino ganó una base de apoyo más consistente.

La batalla en torno al impeachment de Dilma Rousseff, por supuesto, no ha acabado. Hay que esperar hasta el final del mes de agosto, cuando el plenario del Senado vote su cese definitivo. Aunque todavía cabe la hipótesis de que Dilma sea absuelta, los cálculos políticos actuales dan como prácticamente segura su destitución definitiva. La opinión pública parece inclinarse a pensar, a día de hoy, que el cambio presidencial marca el inicio de una nueva fase para el país.

De acuerdo con las investigaciones realizadas por el Instituto Datafolha durante los días 14 y 15 de junio, 50% de los brasileños opinan que sería mejor para el país que Temer continuara en el cargo hasta 2018, mientras que tan solo 32% piensan que sería una buena idea que Dilma volviera al Palacio del Planalto. Aunque la gestión de Temer no ha sido bien evaluada, después de dos meses en el cargo, su tasa de reprobación popular es muy inferior a la de Dilma antes de ser apartada del cargo. La investigación demuestra también que el cese definitivo de Dilma es defendido por 58% de los brasileños, mientras que un 35% se opone. Independientemente de la posición sobre la cuestión, un 71% cree que Dilma será apartada definitivamente de la Presidencia, mientras que un 22% cree que no.  

La normalidad y la rutina parecen, así, volver a Brasilia, con un nuevo gobierno abriéndose paso en medio de muchos obstáculos y dificultades.

Es una vuelta a la normalidad marcada por la frialdad, sin lugar a manifestaciones de euforia o declaraciones de apoyo. La sociedad parece anestesiada, a la espera de hechos que le ayuden a reposicionarse y, eventualmente a pactar de nuevo con la política y los políticos. Los ciudadanos miran hacia el Planalto – el Ejecutivo y el Legislativo – con tedio, decepción y desdén, como si se tratara de un planeta distante, cuyas amenazas confieren una sensación de malestar a la vida cotidiana. No hay, en verdad, motivos para la celebración: la democracia funcional, sus ritos e instituciones han sido respetados, pero el sistema no demuestra tener la agilidad suficiente como para responder a las demandas y expectativas de la sociedad.

El gobierno interino, sin embargo, va ensamblando sus piezas y ganando aire para ejecutar su plan de vuelo, aunque con muchas turbulencias. Se centra en la formación de una amplia base parlamentaria y en la recuperación de la economía, con la idea-fuerza de devolver la “confianza”  tanto entre los políticos como entre los agentes económicos, sin olvidar a la opinión pública. Cree que, con ello, logrará obtener la aprobación del cese definitivo de Dilma y, a partir de entonces, reorganizar sus apoyos, ministerios y políticas.

Si el plan tendrá éxito o no es una incógnita. El gobierno continúa – y no parece que esto vaya a cambiar – con muchas aristas y perfiles mal definidos: aún no se ha “redondeado” y puede que no logre armonizarse. Si es capaz de superar la prueba final del cese definitivo de Dilma, es probable que continúe fluctuando como un polígono convexo irregular, a la merced de una base inestable, ministros inexpresivos, las dificultades de coordinar una sociedad sin eje vertebrador, la carencia de líderes y articuladores competentes en el Congreso y las presiones del “fisiologismo” político. La práctica política tradicional está bajo fuego cruzado: deslegitimizada por la sociedad y acosada por la “Operación Lava-Jato” – es decir, el conjunto de acciones del Ministerio Público, de la Justicia y de la Policía Federal encaminadas a determinar y penalizar actos de corrupción, enriquecimiento ilícito y desvío de fondos públicos para la financiación de los partidos políticos. Las investigaciones en curso mantienen a los políticos en estado de suspense y amenazan tanto al gobierno como a  la oposición, a la derecha, al centro y a la izquierda. Son una variable independiente, que no puede controlarse políticamente.

La propia recuperación de la economía – con mejores indicadores de empleo, reducción de la inflación y los intereses, suavización de la crisis fiscal y retorno al crecimiento – no es líquida o cierta, ya que siempre dependerá de lo que pueda ocurrir en el escenario internacional. El gobierno interino ha formado un equipo económico entrenado y competente, sintonizado con el mercado y conocedor de las cuentas públicas, pero las reformas y los ajustes que ha concebido para superar la crisis deben ser discutidos y aprobados en el ámbito político, donde los obstáculos no son menores.

Más allá de todo esto, subsiste la situación general del país, sus desigualdades sociales extremas, su sistema público y sus políticas poco eficaces, particularmente en el ámbito de la educación, la sanidad y la vivienda, sus déficits en materia de infraestructuras y de productividad. Todo ello sustrae competitividad a la economía, encarece los costes de producción y deja a la población sin las debidas protecciones sociales y sin servicios básicos de atención.

A favor del nuevo gobierno, sin embargo, está el tamaño del mercado interno y la fuerza de la economía brasileña, el peso estratégico del país en el mundo y la disposición al sacrificio de la población, que se produce aunque no se supere el cuadro de desarticulación y pasividad de las grandes mayorías. La propia crisis política, paradójicamente, podría contribuir a la acción del gobierno en la medida en que facilite que este se afiance a través de negociaciones selectivas, privilegiando ahora unos, ahora otros de los más de 30 partidos políticos existentes en el país, sin hostilización categórica por parte de la oposición, que se muestra hoy desestructurada y confusa.

Estas son, sin embargo, ventajas relativas. La disfunción entre Estado y sociedad nunca favorece la democracia y el buen gobierno, especialmente si se verifica a largo plazo. Tanto la cabeza como el cuerpo de la nación deben retroalimentarse. Si, en el momento actual, hay un nuevo clima político en Brasil derivado de la neutralización de los factores desorganizadores que se infiltraron, como efectos colaterales, en los gobiernos dirigidos por el PT durante los últimos 13 años, lo que se perfila como principal desafío es saber cómo llegara el país a las próximas elecciones presidenciales, a finales de 2018.

¿Habrá, en el horizonte, algún movimiento virtuoso para reformar la práctica y la cultura de los políticos y de sus partidos, que ayude al mismo tiempo a reducir la fragmentación parlamentaria, el “fisiologismo”, el coste desmedido de las campañas electorales y el distanciamiento de los ciudadanos del círculo de toma de decisiones? ¿Qué novedades efectivas traerá el nuevo gobierno? ¿Traerá mejores procedimientos gubernamentales, una estructura administrativa más eficiente, nuevos hábitos y mentalidades, que ayuden a racionalizar y perfeccionar la acción del Estado - no en un sentido neoliberal, o sea, mediante cortes que hagan sangrar los programas y las  políticas sociales, sino eliminando gastos superfluos y suntuosos, privilegios y concesiones a aquellos que ya son socialmente privilegiados? ¿Volverá la democracia a conocer un ímpetu más substantivo, de mayor calidad, de forma que se valorice la actividad política y el debate público entre las diferentes corrientes de opinión? Ninguna de esas cuestiones tiene una respuesta clara y categórica a día de hoy.

Un pequeño pero importantísimo examen tendrá lugar durante las elecciones municipales en octubre de este año. En las mismas, los principales partidos se disputarán el voto de los electores y demostrarán, o no, su capacidad de renovación y comprensión de cuánto ha cambiado la sociedad brasileña en sus estructuras, en sus humores y en el modo de ser de la población. Los candidatos tendrán que adaptarse a las nuevas reglas electorales, que restringen la financiación de las campañas y reducen el periodo de propaganda en la radio y en la televisión. La población misma demostrará su disposición a respaldar nuevas propuestas y examinar con ojos críticos los compromisos y las promesas de los diferentes candidatos.

Debido a sus carencias, sus características y sus problemas estructurales, el Brasil actual es una sociedad que no puede tolerar gobiernos unilateralmente favorables al mercado o que lleven a cabo políticas que no estén dirigidas a una mejor distribución de la renta, de la justicia y de las oportunidades. El país clama por una renovación de las prácticas políticas y de las orientaciones gubernamentales. Podrá continuar aceptando que todo esto no llegue a corto plazo, pero no se está dispuesto a esperar demasiado, sobre todo porque hoy el tiempo es procesado por las personas de forma cada vez más rápida. Sociedades dinámicas, heterogéneas y deseosas de derechos igualitarios y oportunidades como Brasil no suelen ser especialmente tolerantes o proceder siempre de forma racional.

De las varias cuestiones para las que no tenemos una respuesta clara en Brasil, destaca una: ¿qué camino seguirán los partidos para administrar los efectos de las investigaciones judiciales y recuperar, mínimamente, los vínculos con las fuerzas vivas del país? ¿Quién sobrevivirá y se recuperará para bloquear los gérmenes de la “anti política” que amenaza con contaminar a la población? ¿Qué izquierda emergerá de la crisis del PT?

Hasta el momento, el partido que gobernó el país durante los últimos 13 años en nombre de un programa de reforma social no se muestra dispuesto a realizar una evaluación critica de su gestión, de sus errores y de sus limitaciones de carácter teórico y cultural. Con la excepción de algunas voces aisladas (como la de exgobernador de Rio Grande do Sur, Tarso Genro), el PT sigue paralizado, sintiéndose víctima de los golpes y artimañas de las elites egoístas y de la concentración de los medios de comunicación, sin hacer el esfuerzo de mirar para adentro, analizando la sociedad y el Estado que se han constituido en Brasil y, a partir de ahí, elaborar un nuevo proyecto político para el partido. Ni siquiera su retórica exhibe vigor o claridad.

La parálisis de la izquierda, su mayor entrega a la agitación que a la elaboración política, despoja la democracia brasileña de un protagonista que podría hacer la diferencia. Y deja al gobierno interino – así como al gobierno que se defina después de la votación final sobre el impeachment de Dilma –  sin un contrapeso necesario, indispensable para que el país llegue más fuerte a 2018.

Especialmente porque, al contrario de lo que piensan y dicen muchos activistas de izquierda, no hay una “hegemonía de derecha” en el país, ni la vida política es tutelada por unos medios de comunicación oligopolizados. La sociedad es cada vez más plural, los ciudadanos se mueven como individuos, las corrientes de opinión se manifiestan libremente y la democracia política impera de forma plena. El juego está abierto, listo para ser disputado por quien se muestre cualificado para ello, tanto teórica como políticamente. 

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